Al acostarse uno sobre ese tabú rocoso, puede sentir el íntimo abrazo de esas dos esferas, cómo se entraman en esa línea magnética, donde hay que domar el instinto sobre la roca con la palma muy abierta, durmiéndolo despacio, acariciarlo para que no huya ante las fuerzas que allí actúan.
El cuerpo se alivia al sentir la gravedad, la forma de la roca. Clava las rodillas por mantener el pulso, goza de compartir un poco del dolor físico, terreno. El espíritu, mientras, se mantiene tirante sobre el abismo, asomado en altura, libre al fin de la rueda de las reencarnaciones. Por un momento. Un momento ilusorio y sin embargo imperecedero. Y en esa tensión dulce, donde todo está bien, donde cada parte del ser permanece al fin en su mundo propio y original, correspondiente, la noche se eterniza sobre montes prehistóricos y despuntan arañazos de hogueras, descosidos de fuego sobre inmensas llanuras, el punzón ardiente de los hombres sobre el manto de la tierra.
Las humaredas grises se desperezan a ras del suelo como vastas criaturas de un continente perdido. Se impone la sensación definitiva de que el mundo, la naturaleza, el cosmos, seguirán adelante sin nosotros, más allá del hombre y de su tiempo.
Cuando estoy en mi cama aún cierro los ojos e imagino que estoy allí, sobre aquella roca, deshaciendo el liquen bajo mi mano abierta, acariciando África, mientras la brisa lo duerme amorosamente todo y me incluye en ese todo, mientras la noche del mundo cae sobre los altos montes de Usambara.
Fotos de Paco Nieto