14.10.07

“Un corazón caído ya no puede levantarse” (proverbio masai)








En la religión masai sólo existe una certeza: que el hombre vive y muere solo.

Puedo ver al masai recorriendo con su ganado el anillo del crater, bordeando la olla original, el alba de los tiempos, la génesis de la historia, levantando un camino de polvo a su paso. El polvo que enterró a sus antepasados y que enterrará a sus descendientes.

Avanza bañado en la luz balsámica de una sopa primigenia, el aire cálido y palpable de África que lo funde y lo unifica todo, hace que el cielo y la tierra desdibujen sus límites y deja al masai y a su estela de ágatas interminables caminando sobre el vacío cósmico, intemporal.

Que el hombre vive y muere en soledad es una certeza tan primitiva como el paisaje del Ngorongoro, un océano tibio de aislamiento, el dorado molino de Dios, cuna de la alquimia primitiva, donde todos los colores se filtran a través de una sustancia que los suma a todos ellos, esa luz que los enciende y los hace desvaídos y uniformes. Sobre la banda azulada que sirve de horizonte se extiende una marea pajiza con regueros verdes, meandros en fuga, escapando allá donde salpican los riachuelos y las veredas de los lagos.

Por esa vastedad opaca y luminosa, por esa paleta primeriza y evanescente, va errando el masai con su constelación oscura y mugiente, que se arrastra por las laderas de las montañas, incapaz de conquistar la inmensidad, insignificante, arrinconada contra la vasta pared del valle.

El Ngorongoro es muy antiguo, anterior al capítulo bíblico en que Dios otorga la Tierra al hombre para que la domine. Pertenece a textos anteriores. Es anterior a la separación del cielo y la tierra por el dios Engai, el dios masai de la creación. No ha sido otorgado, no puede ser conquistado. Dios ha preservado su caldero luminoso tal y como era cuando estaba soñando y esbozando todo lo demás, y el cráter guarda aún los difuminados y borrosos de sus bocetos, los colores experimentales, la base mezcladora de la que surgió la vida.

Al borde exterior de este gran silencio, desterrados del paraíso, los círculos de estacas de los kraal masai se agarran a las tierras con las uñas y los dientes propios de la épica humana cuando se empeña en sobrevivir en los confines del mundo, en las fronteras de lo permitido por la naturaleza. Los hombres se anclan a los desfiladeros de la tierra, ya sea en los acantilados rocosos de las islas de Arán, en la mampostería de hielo de los polos o, como aquí, como univalvos besando los muros de un volcán extinto.

Desde su borde mira el masai, sin dudas, antes de iniciar su travesía, antes de descender a la atávica sustancia de amaneceres permanentes y perderse por sus caminos. Seguido de toda su riqueza, arrastra su manchado ganado bovino como una red ostentosa de perlas negras, detrás de sí. Su manta roja, como una llamarada viva, alumbra el camino a su cohorte ciega en mitad de ese espacio indefinido que es el Ngorongoro, abriendo a la vez otro camino, el de la poesía, en su inmensurable metáfora de la soledad humana.
Texto Ana B. Nieto
Fotos Eladio López















2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno el post, "me se" han puesto los pelos como escarpias..
¡VIVAN ANA Y ELADIO!

Anónimo dijo...

Impresionante el reportaje africano!! Una auténtica maravilla! A ver cuando quedamos para otra de museos/cine/Smallville o lo que queráis que ya sabes que yo con vosotros me lo paso 10!!!

¡VIVAN ELADIO Y ANA! :P
Erin go bragh!
Luis Tolkien